sábado, mayo 23, 2009

 

SIGAMOS LEYENDO LA VIDA DEL P. VILASECA

UN GRAN DEVOTO DE MARIA Y SU ESPOSO SAN JOSÉ


José Jaime Sebastián deja su patria para radicarse en México.
A la edad de 22 años, habiendo estudiado dos años de filosofía en el Seminario de Barcelona; cuando trabajaba como sacristán en la parroquia de Santa Ana; bien convencido de que Dios lo llamaba para otras cosas; después de haber superado todas las pruebas y vencido gravísimas dificultades, el domingo 26 de diciembre de 1852 se despidió de su familia con gusto y alegría y se embarcó en la fragata Servandita, anclada en el puerto de Barcelona.

Al día siguiente, lunes 27, la fragata levó anclas y emprendió la ruta con dirección al puerto de Cádiz, en donde se detuvo varios días. José Vilaseca y sus compañeros, mientras se embarcaban de nuevo, se hospedaron en el hospital que las Hermanas de la Caridad tenían en esa ciudad. La fragata partió de Cádiz el 1 de febrero de 1853 y llegó al puerto de Veracruz, México, el 20 de marzo.


Los viajeros prosiguieron el viaje en diligencia, único medio de transporte en aquella época. Las 93 leguas de distancia entre el puerto de Veracruz y la ciudad de México se recorrían en cuatro etapas, una cada día.


El P.. Vilaseca recordaba más tarde que su llegada a la capital mexicana había tenido lugar el viernes santo de 1853, 25 de marzo.


En esta fecha el Arzobispo de la arquidiócesis de México era Don Lázaro de la Garza y Ballesteros. La Presidencia de la República estaba vacante, pues el 17 de marzo de 1853 la Cámara de Diputados había nombrado como Presidente al General Antonio López de Santa Anna, pero éste prestó juramento y tomó posesión de la Presidencia hasta el 20 de abril.

En cuanto a la filosofía, consta que el p. Vilaseca estudió dos años cuando estaba en Barcelona.

Él mismo escribió esta nota en los apuntes “Nuestro Tesoro” de Madre Cesarita:

“El año 1850 comenzó a estudiar filosofía, y concluidos los dos años, bien convencido de que Dios lo llamaba para otras cosas, después de haber vencido gravísimas dificultades, el 26 de Diciembre de 1852 se embarcó en el puerto de Barcelona”.

En una conferencia que dio el p. Vilaseca a los Misioneros Josefinos el 27 de diciembre de 1889, sobre las principales virtudes de san Juan, apóstol y evangelista, les dijo:

“Todavía me acuerdo muy bien cuando yo quería dejar mi país y venir a las Américas a ejercer mi ministerio. Siempre me acordaré de mi confesor, quien, al haberle comunicado mi resolución, me dijo: ‘¿estás resuelto? Pues bien, vamos a la práctica. Espera que pasen seis meses y harás esto y esto.’ Pasaron los seis meses, y me dijo: ‘muy bien lo has hecho, espera que pasen otros seis meses y harás esto y esto.’ También pasaron estos seis meses y me dijo: ‘todo está muy bien, ahora espera que pase otro año y durante él te ejercitarás en esto y esto.’ De esta manera me hizo pasar tres años desde aquel día que me vino la idea de venir a las Américas, hasta que me embarqué, y nunca me ha venido siquiera un pensamiento que me acuse de que yo me equivoqué en mi vocación. Y ¿cómo me había de equivocar, si en todo oía la voz de Dios?”

En otras conferencias que dio a sus hijos e hijas, recordando los principios de su vocación, dejaba entender lo mucho que le costó desprenderse de los sentimientos familiares. Sufrió mucho, siendo novicio, porque no le entregaban pronto unas cartas que le habían llegado de España. En una ocasión les habló así:


Voy a contaros lo que a mí me pasó, para que no se dejen engañar. Recién llegado yo a México, aunque es cierto que tuve yo fuerzas para dejar a mi padre y a mi madre, y aun a mis hermanos, y tuve fuerzas para verlos acompañándome llorando, pero sin embargo, yo les dije: ‘padres míos, primero es Dios’. Sin embargo, se quedó el corazón de carne dentro. Cuando, ved ahí, que a los dos meses de estar yo, viene un falso hermano y me dice, -oigan bien todos, un falso hermano, uno de esos que bajo la capa del bien hacen el mal muy grande-, pues bien, entra el hermano y me dice: ‘acaba de llegar carta para ti’. ¡Que me van a entregar la carta!... ¡ay!... ¡si no me la darán!... ¡ay!... pero ¿cuándo será? El maestro de novicios no me dice nada. Y tienen ustedes que a los ocho días de estar yo así me tienen con un dolor tan grande y a la vez con un ejército de pensamientos que se habían establecido en mi pobre cabeza, que no era para menos. Cuando, ved ahí, que estando yo en estas aflicciones, me dije en mi oración: ‘¡Dios mío! Pues ¿qué es ese cambio que yo siento dentro de mi corazón?’... Me dije: ‘¡tonto! Conque después de haber dejado a tu padre, a tu madre, a tus amigos, hermanos, después de haberlos dejado con tanto gusto y con tanta alegría y ahora por una triste carta ¿vienes a perder tu paz y tu tranquilidad, y aun lo que es más, si se quiere, por poco aun hasta tu santa, santa vocación si así sigues?’ Y me dije: ‘¡No, no, no es justo, abajo cartas!’ Y aún recuerdo que me costó, creo que sí, más de seis meses para poder vencer esa idea de mi miserable tontera y de mi pobre corazón, despegar esa idea de la familia. Y recuerdo que luego que leí el tratado de la conformidad unas seis u ocho veces, luego que lo leí, el tratado de la conformidad con la voluntad de Dios, ya no pensé ni en mi padre, ni en mi madre, ni en mis hermanos, y nada más en mi santa vocación.”


José Vilaseca en la escuela de san Vicente de Paúl (1853-1856).

Al llegar el joven José Vilaseca a la capital mexicana, -viernes santo, 25 de marzo de 1853-, sin dejar pasar mucho tiempo empezó los ejercicios espirituales de preparación a la toma de hábito, ejercicios que hizo con tanto fervor que marcaron en su vida un camino constante hacia la perfección. El así los recordaba:

“Desde que salí de los santos ejercicios formé este propósito de consagrarme a Dios, me cueste lo que me costare, y con esta santa resolución pedí ser admitido [al noviciado], lo cual obtuve.”

Con esta preparación tomó el hábito de misionero paulino el sábado de la semana de pascua, 2 de abril de 1853, a las 6 de la mañana, en la Casa central de las Hermanas de la Caridad, situada en la Plazuela de Villamil. Su maestro de noviciado fue el p. Juan Boquet.

“El 2 de abril de 1853, vestí la sotana de Misionero de S. Vicente,” decía el Padre Vilaseca.

El acontecimiento es tan importante para el p. Vilaseca, que queda gravado en su corazón, de modo que, aunque deja de ser paulino, lo sigue recordando y celebrando cuantas veces puede, como consta en el recuerdo que hace el 2 de abril de 1901, cuando ya han pasado 48 años. Dos años antes de su muerte en plática que daba a unas niñas, les dijo:

“Hoy hace, amadas niñas, 55 años que era yo lo que vosotras sois ahora, una persona del mundo; pero tal día como hoy [2 de abril], después de haber hecho los santos ejercicios, tal día como hoy me consagré a Dios mediante el cambio de vestido, tal día como hoy dejé de ser del mundo y comencé a ser de Dios; tal día como hoy dejé a un lado la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, para comenzar a ser todo de nuestro Señor; tal día como hoy recibí, en fin, la sagrada sotana de misionero y dejé el mundo, el demonio y la carne, y me dediqué todo a Dios.”

Noviciado feliz y bien aprovechado.

Se tienen pocas noticias sobre la época del noviciado del joven Vilaseca, pero, por los recuerdos que él guardaba, se puede conocer que pasó un noviciado feliz y muy bien aprovechado, cumpliendo con fervor y fidelidad las prácticas propias de los novicios. En una ocasión dijo a las Hermanas Josefinas:

“Algunas veces he pensado yo, hijas mías, por qué Dios nuestro Señor, en su bondad y misericordia, me dio un noviciado tan feliz, me dio un estudiantado tan feliz, un sacerdocio tan feliz. ¿Sabéis por qué? Porque desde el principio se gravó en mi corazón esta sentencia: ‘no pedir ni rehusar nada’”.

En otra ocasión predicaba a los Misioneros Josefinos y les dijo:

“Yo todavía recuerdo cuando era novicio, cómo barría los corredores, y en verdad hace uno ejercicio”.

Una característica muy especial del noviciado del p. Vilaseca es que se propuso no desperdiciar ni un instante del tiempo que le quedaba libre después de cumplir fielmente el reglamento, o como él decía, ‘estar siempre útilmente ocupado’.

Para esto, desde un principio empezó a escribir lo que él llamará su Vademécum, o sea, una serie de esquemas amplios sobre temas que pensaba le podrían servir más tarde en su ministerio sacerdotal, como misionero, en sermones, pláticas, ejercicios, etc. Esta actividad le sirvió mucho espiritualmente pues no le dejaba tiempo ni para murmurar. Tratando de este Vademécum, decía a sus hijos:

“Lo formé de las pláticas que nos hacía el maestro de novicios, de las conferencias que nos daba el Superior y de los santos ejercicios que recibíamos. Ved ahí lo que es mi Vademécum. Les aseguro con verdad, que mientras estuve ocupado en esto, nunca murmuré, porque ¿de qué había de murmurar, si apenas tenía tiempo de mis ocupaciones?”. Marzo 1, 1889, Pláticas a los MJ, t. 2, p. 107

En este Vademécum encontramos una reflexión que hizo sobre el nombre de José que recibió en el bautismo. Es muy importante, porque la devoción que se acrecentó en su corazón hacia su Patrón para invocarlo, imitarlo y ponerse bajo su protección no solamente le sirvió de estímulo durante el tiempo del noviciado, sino que fue como el alma de todo su apostolado futuro. Escribió la reflexión en una forma esquemática, como para desarrollarla posteriormente, pero se alcanza a apreciar el fruto que obtuvo de ella.

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